Todos
somos adictos a algo: al café, al trabajo, al dinero, a las posesiones, a las
preocupaciones, a las compras, a la comida italiana, al cine, a la lectura, a
la escritura, al chocolate negro, al buen vino, a la cerveza, a las redes
sociales ,a viajar ,a la naturaleza, al amor, al reconocimiento y la
complicidad de la amistad, a los
prejuicios, a las discusiones, a la paz,
a la serenidad, a los conflictos, a las soluciones, al aprendizaje, al estancamiento,
a la zona de confort, al deporte, al sofá, al movimiento físico y mental, a no
pensar, a imaginar, a soñar, a vivir, a dejar pasar la vida, al victimismo, al éxito
y al triunfo, a no vernos , a mirarnos demasiado, a dormir, a madrugar, a trasnochar,
a salir, a relacionarnos, a la soledad, al dolor, a la alegría, a la
sinceridad, a las máscaras.
¿Dónde
reside el límite entre el disfrute y la adicción? Justo en el disfrute. Cuando
ya no se disfruta de algo y solo se ha adoptado ese hábito sin conseguir una
gratificación a cambio. Cuando somos prisioneros, en vez de usuarios, cuando
nuestras adicciones son nuestra carga y nuestra prisión en vez de una elección
realizada desde la consciencia.